Según la RAE, y viendo su segunda acepción, el poder es la posesión actual o tenencia de algo; la fuerza, vigor, capacidad, la posibilidad.
Y todas –absolutamente todas– las relaciones pivotan entorno a este poder. Nuestra compleja condición humana, aunque poco a poco comprensible, hace que valoremos constantemente nuestro estado de poder entre los iguales con quien nos relacionamos, sea en casa, en el trabajo, entre amigos o familiares de todos rangos. Porque en el fondo (y no tanto en el fondo 😉 sabemos que somos eso: iguales, y la contínua toma de decisiones a que estamos sometidos, desde levantarnos para ir al WC, hasta firmar un tratado de paz entre dos superpotencias mundiales, tenemos que valorar si creemos hacerlo, si podemos hacerlo y si debemos.
La creencia es el primer paso es el más introspectivo y quizá donde en muchos casos, sea donde nazca la necesidad o se haga el juicio de valor más importante con uno mismo.
El poder hacerlo es la capacidad de acción, tener los medios necesarios para llevar adelante la iniciativa. Son mayoritariamente factores objetivos que determinarán (casi) por sí solos el poder, o no, avanzar.
En el deber entra en juego el universo social y relacional del individuo, y es donde influyen todas las fuerzas, presiones y convenciones, culturales y sociales sobre la persona.
Estos tres vasos comunicantes fluctuarán proporcionalmente dando resultados distintos para cada situación y sujetos. Todos usamos constantemente nuestro poder para convencer, imponer, aconsejar, prestar, valorar, pedir, informar… y el patrón de comportamientos es invariablemente el mismo, con sus distintas gradaciones de las 3 variables anteriores. Esta lucha implícita es, en la mayoría de casos, invisible. De no ser así, sería inviable la convivencia de unos con otros. Si el receptor percibe un exceso de poder por parte del primero (imposición, bravura, agresividad, frialdad, insensatez, insensibilidad) se cerrará en banda o reaccionará en contraataque. Solo cuando ambas partes se perciban en igualdad de poderes, sea por cesión voluntaria de una (la óptima), por el no-ejercimiento de otra, o por la explicitación pública de la situación, y por lo tanto, aceptación sincera de todos; habrá consenso. Habrá equilibrio. Habrá durabilidad en la relación.
Si por el contrario, no existe este equilibrio de fuerzas (poderes), germinará un pequeño recelo, disrupción, contrariedad, malestar, que podrá crecer, unirse a otros individuos que compartan este mismo sentimiento de frustración, de submisión, y eclosionará a modo de crisis en el peor momento posible cuando esta parte (formada por un individuo o grupo de individuos) no pueda contener el desequilibrio de igualdad versus la otra parte que no ha sabido gestionar su cuota de poder, y ha ejercido o visibilizado demasiada cantidad.
[photo by lara_algo]